sábado, 18 de julio de 2009

Y así un día se fueron.

Los días en que dibujaba hasta tarde, cuando una hoja en blanco era el mejor regalo, las lagartijas en la mano, las plumas de paloma, el sol derritiéndolo todo (una crayola, mis tenis), los zapatos de charol, los eternos closets, los bailes en el pasillo, el olor a tutti frutti, la piedras entre los dientes, el lodo entre los dedos, las carreras de tortugas, los pasteles de fresas, Alejandra Guzmán en el radio, los paseos al único videocentro, las gorras de baño, los libros de inglés, los pepinos cocidos dentro de un toper wear y la limonada caliente, los resbalosos calcetines, la barda que mandaron pintar, la pared que tapizaron, la que se quedó igual, la ventana por donde nadie pasaba, la manguera verde regando un arcoiris a las seis de la tarde, el miedo a los perros, el miedo a la oscuridad, el miedo…

Así un día desperté, miré mi almohada y descubrí una hormiga que llevaba a cuestas su comida, la última morona de las galletas que me había comido tantas noches antes sobre mi cama, tal como me enseñaron que no lo hiciera. Allá lejos iban las demás. Las saludé. Me saludaron. No me llevaron a mí.

(Qué felicidad, Gabito.)

domingo, 5 de julio de 2009

Bitácora. Información pertinente.

(Según Wikipedia)
La bitácora en sí es un armario o caja de madera, por lo general de forma cilíndrica o prismática, fija a la cubierta de un barco junto a la rueda del timón, y en la que va montada la aguja náutica mediante suspensión cardán, a fin de que siempre se mantenga horizontal a pesar de los balances y cabezadas del buque. En su interior se colocan imanes y al exterior dos esferas de hierro dulce, para anular la acción perturbadora producida por los hierros de abordo y hacer uniforme el campo magnético que rodea a la aguja, con objeto de lograr que en todo momento señale el norte magnético.

Reencuentros

Revisando mis textos para terminar (por fin) el protocolo para mi tesis encontré éste de cuando iba a la mitad de la carrera (¿o sea hace 4 años?) y pasaba las madrugadas reflexionando si era posible que la memoria se convirtiera en un lugar habitable. Mmmmm...Qué bien que he madurado tanto desde entonces y esas banalidades ya no me atormentan más.

El lugar: Un problema entre nombre e imagen (fragmento).

No importa si era domingo. Tucson, Arizona. Bajo del camión con mis amigas y camino siguiendo a la maestra por el estacionamiento, el sol arriba, y el hambre: entra en un lugar, un indio tallado en madera junto a la caja (hacha en la mano, cara de pocos amigos). El letrero de “welcome” no es necesario. Huele a cafetería gringa por la mañana: tocino, mantequilla y jarabe de maple. Ya todos están sentados. Área de no fumar. Ambiente amarillo: los vidrios deben estar sucios. Las mesas llenas de familias de lugareños que hacen tanto ruido con los cubiertos. Ya todos están terminando y la señorita de azul no me ha traído mis waffles. Sigo esperando. Sigue el amarillo, sigue el ruido y el indio de mala cara, sigue (...)

Vuelvo una y otra vez a este recuerdo, al recuerdo de los waffles y me trae consuelo. Vuelvo a su nombre: Tucson, Arizona. Vuelvo a otros tantos también. Chihuahua. Voy y vengo en mis imágenes de la cabeza y me siento muy cómoda. Pienso que todos esos nombres, todas esas imágenes son sumamente habitables. Es el lugar más propio que tengo. Corrección: un lugar siempre es propio, debe serlo para poderse llamar “lugar”. Repito: pienso que todos esos nombres, todas esas imágenes son sumamente habitables; porque es propio, es mi lugar (...)

Sobre el nombre

Por mucho tiempo creí que todo estaba regido por relaciones precisas e invariables, que había determinado después de mis primeras experiencias. Como que todas las abuelas amaban los jardines, todas las mamás iban por la mañana a los aerobics, todos los aviones que pasaban sobre la ciudad llevaban dentro a mi abuelo ( porque un día vino de visita y fuimos por él al aeropuerto.) Como que los nombres propios eran únicos y tenían que ver con alguna característica específica propia del lugar o de la persona.
El primer ejemplo siempre fue la calle por donde pasaba diario al regresar de la escuela. Era muy larga y con una curva tan afilada que casi formaba una L. Su nombre: Arizona; como el resto de las calles de mi colonia, llevaba el nombre de un estado gringo. Mi calle era California, y así cada una. Entonces desconocía el mal gusto de quien hubiera nombrado a esa colonia con aspiraciones internacionales “Quintas del Sol”. A mi corta edad, igual desconocía la geografía de Estados Unidos y, sobretodo, desconocía la posibilidad de que alguien tuviera el poder de nombrar una calle así nada más, tan arbitrariamente, sin antes haber vivido en ella, siquiera recorrerla, conocerla para después poder nombrarla.

Mucho tiempo creí que la calle se llamaba en realidad Narizona, porque su curva formaba una gran nariz. Eso sí tenía sentido. En cambio, la palabra arizona no me decía nada sobre esa calle porque nada tenía que ver ni con su forma, ni con la forma de vivir ahí o cerca de ahí.
Años después conocí la verdadera Arizona, que ahora relaciono con un indio de madera y el antojo de waffles.

Al mismo tiempo, encontraba que Ana –mi hermana menor- llevaba ese nombre tan corto porque era la más pequeña. Entonces las demás Anas que conociera en adelante deberían ser pequeñas también.
Y estaba la maestra Olga, que daba clases a quinto de primaria. Era gordísima y yo pensaba que su nombre Olga venía de holgado, porque así era como tenía que vestir. Y ya había creado un prejuicio de significado para su nombre: Todas las Olgas deberían ser gordas.
No se me ocurrió que Olga no nació siendo gorda, ni que sus padres al nombrarla ignoraban que tendría que vestir holgado (...)