viernes, 15 de octubre de 2010

¿Cinco por cinco? *

I. De la periferia
Hace tres años y medio que volví a vivir a mi casa de Atizapán, en la Zona Metropolitana de mi querido DF. Hace tres años y medio que me la paso quejándome de lo fea que es esta región, de lo mucho que amo la gran urbe. Hace el mismo tiempo que cada diciembre digo "ahora sí, este año que viene me mudo a la ciudad".
Sucede que ayer, mientras subía hacia mi casa (sí, una de las tantas diferencias con el DF es que aquí no es un valle; hemos poblado los cerros con montones de casas grises, las más, blancas, amarillas, moradas, naranjas, azules. Desde mi cuarto se ve una, en la colonia de a lado, roja con una coca-cola gigantesca pintada junto a la ventana) me di cuenta de lo mucho que estaba disfrutando llegar a mi espacio. Contemplé las lucesitas de los varios cerros que ya se empezaban a encender, esquivé los baches de siempre, le gané a los trailers que cuando frenan tardan tanto en volver a acelerar, abrí la ventana del coche y no olía a basura (olía a estiercol), aspiré profundamente y dije "¡oh! qué bella es la vida en los suburbios".


II. El ombligo
Hace mucho tiempo escribí que sentía un gran hueco en el ombligo y que había intentado rellenarlo con piedras, pero éstas sólo lo hicieron más grande. Así fue mi sentir. No sabía que era tan sencillo de llenar con algo mucho más hermoso: panes. Panes, panes y más panes. He horneado chiquitos, grandotes, blancos, quemados, chuecos, redondos, cuadrados, integrales, dulces, salados.
No me di cuenta de cómo llegué ahí. Hacer panes me ordenaba todo por dentro así que continuaba horneando más y más. Simplemente sucedió que un día ya me salían suficientemente buenos como para venderlos. Probé afuera de la Corpus Cristi (iglesia diseñada por Barragán en Las Arboledas, famosísima para el que guste de la arquitectura), pero no me cayeron tan bien las beatas jetonas. Entonces decidí ir a vender a mis vecinos.
Por supuesto que como buena vecina que odiaba su colonia y siempre se la pasaba en el centro o sur de la ciudad me di cuenta que no conocía a nadie (a excepción de los changos y los norteños, pero eso no cuenta porque no puedo distinguirlos entre ellos: ni a los changos, ni a los norteños). Claro que esta situación no me limitó. Me bañé, me puse mis mejores ropas y mis zapatos más cómodos y me fui a recorrer mi calle tocando de puerta en puerta a ofrecer un rico pan casero.
Lo que resultó después de tres semanas de venta, además de las ganancias, fue que conozco ahora a casi todos mis vecinos (los buena onda, los mala onda, los gorditos -clientes seguros- y los payasos que se ponen a dieta) y los vecinos me conocen a mí. Me gusta. Me gusta saber los nombres y rostros de los que por aquí habitan. Las casas-fortalezas con interphone se volvieron lugares cálidos. Y mi casa solitaria, el número tres, donde da vuelta la calle, la de la jacaranda y el tope, se volvió una referencia bonita: la casa de la niña que hace el pan.
(Sin comentarios: soy taaaaaaaaaaaaan traga-años, benditos genes)

III. La fuerza centrípeta
Es extraño como después de tanto tiempo siento este arraigo por mi casa. Justo ahora que todos se van. Primero mis papás al norte, luego Tere a Italia, después Ani a Alemania y ahora Lucy a Italia también. Chía gruñó, giré a verla y le dije "Chii, tú y yo, como debió ser". Se sentó y me dio la pata, creyendo que le iba a dar de mi desayuno. (Tomaré eso como un sí, pensé).
Ahora ya no puedo esperar para que llegue diciembre. Todos estarán de regreso y yo tendré el honor de recibirlos, de decorar la casa, de hornear mucho para que esté calientita. Siempre fui la de enmedio, pero apenas ahora me doy cuenta de mi función, de mi lugar al estar en el centro y al quedarme en el mismo punto.
Estoy emocionada por este invierno. El frío y la casa sola ya no me asustan.
Todo a partir del pan.

IV. Una rolita de Natalia:


*R= ¡Navidad!...Cinema Paradiso, ¿qué pasó, cinéfilos?