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martes, 9 de agosto de 2011

McDonald's

Dice mi consentido Herbert, puesto que yo no escribo ya nada:

Nunca te enamores de 1 kilo
de carne molida.
Nunca te enamores de la mesa puesta,
de las viandas, de los vasos
que ella besaba con boca de insistente
mandarina helada, en polvo:
instantánea.
Nunca te enamores de este
polvo enamorado, la tos
muerta de un nombre (Ana,
Claudia, Tania, no importa,
todo nombre morirá), una llama
que se ahoga. Nunca te enamores
del soneto de otro.
Nunca te enamores de las medias azules,
de las venas azules debajo de la media,
de la carne del muslo, esa
carne tan superficial.
Nunca te enamores de la cocinera.
Pero nunca te enamores, también,
tampoco,
del domingo: futbol, comida rápida,
nada en la mente sino sogas como cunas.
Nunca te enamores de la muerte,
su lujuria de doncella,
su servicia de perro,
su tacto de comadrona.
Nunca te enamores en hoteles, en
pretérito simple, en papel
membratado, en películas porno,
en ojos fulminantes como tumbas celestes,
en hablas clandestinas, en boleros, en libros
de Denis de Rougemont.
En el speed, en el alcohol,
en la Beatriz,
en el perol:
nunca pero nunca te enamores de 1 kilo de carne molida.

Nunca.

No.

lunes, 12 de julio de 2010

Superficies rugosas

Me he quedado sin palabras. La tesis no sale, ni cualquier otra cosa que tenga que ver con escribir. Tengo una bola de sensaciones atoradas en la punta de la lengua. Bonitas, raras, nuevas, emocionantes, sosas y conocidas. Pero -sobretodo- rugosas, tanto que no fluyen. Esta tarde en mi frustración me puse a humear entre los libros de mi mamá y, como siempre me sucede, encontré la opción justa. Claudia Berrueto con su Polvo doméstico.

Casa

Aquí me machuco los dedos, parto velozmente la carne, cuelgo la ropa en cuerdas de alta tensión, abro las ventanas y las cosas perdidas vienen a mi encuentro.

Aquí aprendí a alterarme las pestañas con una cuchara vieja para cargarlas de nylon frente a los espejos, a esconderme bajo los sillones para evitar palizas. Aquí cambié de nombre, comí pastel con restos de números de cera y tendí mi brazo para inyectarme curas temporales; aprendí a bailar y a recibir parientes embalsamados por manos extrañas, aquí abracé a mis abuelos y lloré hasta el desmayo.

Aquí duermo con la imagen de un mar que me cubre.
Aquí nombro cosas que la muerte no entiende.

Aquí canto en mí.

lunes, 28 de junio de 2010

Una vez

(ya sé que no he escrito aquí nada últimamente. Culpen a la tesis. Dejo aquí algo de Wenders. Por favor disculpen mi mala traducción del inglés)

Una vez vi a un hombre en el Aeropuerto La Guardia de Nueva York cargando un niño pequeño en sus hombros. Estaba rodeado de maletas. Era el inicio de la temporada vacacional y el aeropuerto estaba atiborrado de gente. El hombre era realmente alto, su cabeza y hombros sobresalían de todos los demás. Gritaba el nombre de su esposa, primero hacia un lado y luego hacia el otro, esperando alguna respuesta. Pero no hubo ninguna.“¡Diane!”
El niño sobre sus hombros se sujetaba con temor de la cabeza de su padre. Se veía exhausto.
Caminé entre la multitud a la otra terminal hasta llegar a una sala de espera idéntica a la primera, igualmente colmada de personas que salían de vacaciones.
En medio de la muchedumbre estaba una mujer con un niño sobre sus hombros. También ella estaba rodeada de maletas. El niño que cargaba estaba durmiendo. Era la imagen viviente del primer niño, su hermano gemelo. Incluso estaba vestido de la misma forma.
La mujer gritó “¡Richard!”
Yo traté de llamar la atención de la mujer elevando mis manos sobre la masa, señalándola a ella y después indicándole donde había visto a su esposo y al gemelo.
Ella volteó hacia donde yo estaba pero no me vio. Llena de pánico continuó gritando el nombre de Richard.
Yo tuve que irme.
Por supuesto que no tomé ninguna foto, pero ellos dos se han arraigado a mi memoria como si los hubiera fotografiado. Estas dos fotos del Aeropuerto La Guardia las tomé en otro momento, a la memoria de Richard y Diane.





Wim Wenders. Once. Schirmer Art Books

viernes, 28 de mayo de 2010

Para grabar en mi pared

Los filósofos que han especulado sobre la significación de la vida y el destino del hombre no han notado lo suficiente que la naturaleza se ha tomado la molestia de informarnos sobre sí misma. Ella nos advierte por un signo preciso que nuestro destino está alcanzado. Ese signo es la alegría. Digo la alegría, no digo el placer.
El placer no es más que un artificio imaginado por la naturaleza para obtener del ser viviente la conservación de la vida; no indica la dirección en la que la vida es lanzada. Pero la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha conseguido una victoria: toda gran alegría tiene un acento triunfal.
Ahora bien, si tomamos en cuenta esta indicación y si seguimos esta nueva línea de hechos, hallamos que por todas partes donde hay alegría, hay creación: más rica es la creación, más profunda es la alegría.


H. Bergson

jueves, 13 de mayo de 2010

La imagen arde

Porque la imagen es otra cosa que un simple corte practicado en el mundo de los aspectos visibles. Es una huella, un rastro, una traza visual del tiempo que quiso tocar, pero también de otros tiempos suplementarios -fatalmente anacrónicos, heterogéneos entre ellos- que no puede, como arte de la memoria, no puede aglutinar. Es ceniza mezclada de varios braseros, más o menos caliente.
En esto, la imagen arde. Arde con lo real al que, en un momento dado, se ha acercado (como se dice en los juegos de adivinanzas "caliente" cuando uno se acerca al objeto escondido). Arde por el deseo que la anima, por la intencionalidad que la estructura, por la enunciación, incluso la urgencia que manifiesta (como se dice "ardo de amor por vos" o "me consume la impaciencia"). Arde por la destrucción, por el incendio que casi la pulveriza, del que ha escapado y cuyo archivo y posible imaginación es, por consiguiente, capaz de ofrecer hoy. Arde por el resplandor, es decir por la posibilidad visual abierta por su misma consumación: verdad valiosa pero pasajera, puesto que está destinada a apagarse (como una vela que nos alumbra pero que al arder se destruye a sí misma). Arde por su intempestivo movimiento, incapaz como es de detenerse en el camino (como se dice "quemar etapas"), capaz como es de bifurcar siempre, de irse bruscamente a otra parte (como se dice "quemar la cortesía"; despedirse a la francesa). Arde por su audacia, cuando hace que todo retroceso, que toda retirada sean imposibles (como se dice "quemar las naves"). Arde por el dolor del que proviene y que procura a todo aquel que se toma el tiempo para que le importe. Finalmente, la imagen arde por la memoria, es decir que todavía arde, cuando ya no es más que ceniza: una forma de decir su esencial vocación por la supervivencia, a pesar de todo.
Pero, para saberlo, para sentirlo, hay que atreverse, hay que acercar el rostro a la ceniza. Y soplar suavemente para que la brasa, debajo, vuelva a emitir su calor, su resplandor, su peligro. Como si, de la imagen gris, se elevara una voz: "¿No ves que ardo?".


Georges Didi-Huberman.